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El Buque Fantasma

HAMELIN

El sonido de la música de baile, por llamar de alguna manera a aquella sucesión de ruidos, se colaba por las rendijas de la persiana mezclado con el rumor del ganado humano que, a esas horas de la madrugada, trasegaba la calle arriba y abajo.

Bajé a la plaza con mi flauta dulce y no tardé en reunir un variopinto grupo que, si no me echaban monedas, sí me mostraban su fácil simpatía.

- Eh, tío, qué guay, qué es lo que tocas
- Nada aún –contesté-, estoy calentando los dedos.
- Uas, tío, hay que calentar, no?
- Sí, eso he dicho.
- Vale, tío, no te lo tomes así, toca algo
- Vale, tío, tocaré algo, pero yo no querría estar aquí cuando empiece a tocar.
- Juá, vale tío –siguió uno de mis festivos admiradores, algo mamado-, a ver si es que no sabes tocar, tío, y vas de vacilón para sacarnos la pasta...
- Será eso –dije; me encanta ver a un gilipollas cavando su propia tumba, y comencé a tocar-.

Cuando acabé el tipo no parecía demasiado impresionado musicalmente, pero igualmente me dijo que le había gustado mucho lo que tocaba, aunque le parecía extraño.

- ¿Cómo te llamas, tío? –me pregunto, supongo que pensando en la posibilidad de que me hiciese famoso, pobre ingenuo, y tener algo que contar a sus colegas.

Desde todas las calles que confluían en la plaza había comenzado a llegar un sordo fragor que se convirtió rápidamente en un tumulto de chillidos de horror; una sombra oscura perseguía a la marea humana extendiéndose como una alfombra por suelos, paredes, y tejados, un inmenso tapiz de ratas que devoraban con voracidad cuanto se ponía a su paso.

- Hamelin –dije-, me llamo Hamelin.

Pero mi colega ya no estaba allí para escucharlo. Subí a casa y dormí, por fin, tranquilo.

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